“Cartas Muertas”,
Este singular volumen de relatos ha recibido el premio Ciudad de Alcalá de narrativa, en su pasada edición de 2004. Galardón que comparte, entre muchos otros, con escritores como Eduardo Mendicutti, Roberto Bolaño o Luis Sepúlveda, por citar a los más conocidos.
El libro se compone de quince relatos o cuentos, unos escritos como narraciones relacionadas directa o indirectamente con cartas, y otros de estructura epistolar. Sobre todos ellos planean dos fuerzas: el amor y el poder de la palabra escrita.
A poco que reflexionemos sobre la configuración de este conmovedor volumen, “Cartas Muertas”, nos encontraremos con una estructura simétrica compuesta por siete relatos iniciales, ambientados en la guerra y la posguerra, separados de los otros siete, ya situados en un tiempo mucho más próximo a nosotros, separados, digo, y unidos por el titulado “Cartas al óleo”, una estupenda recreación epistolar del proceso desencadenante del cuadro de Vermeer, “Mujer de azul leyendo una carta”, que figura en la portada del libro.
Como ya hemos mencionado, las siete primeras cartas nos ofrecen un repaso histórico y sentimental de nuestra historia más reciente: guerra “incivil”, posguerra, actualidad.
La primera de ellas, “Cartas Censuradas”, nos brinda una visión muy diferente a la habitual de la guerra. Está protagonizada por un soldado, un personaje al que, dice el narrador, “la soledad le había inducido a escribir esas cartas... era de esos tipos que a duras penas habrían logrado reunir a tres o cuatro personas en su entierro”.
Un relato que os sorprenderá, seguro.
Le sigue una “Carta de despedida”, escrita por un condenado, desde la prisión de San Miguel de los Reyes. Toda ella es de una tremenda fuerza emocional, pero cuando va llegando al final, encontramos uno de los fragmentos más desgarradores al dirigirse a su hija:
“Quisiera, ante todo, que no odiaras a las personas que van a acabar con la vida de tu padre. Sé que estás muy apenada, que las lágrimas acuden a tus ojos, que no entiendes por qué me hacen esto. Es injusto, pero no debes odiarlos jamás. No los perdones, no perdones el crimen que están cometiendo con un ser inocente, con tantos seres inocentes, y no olvides nunca esta injusticia, pero no odies, porque si te dejas llevar por el odio, ellos habrán vencido, te convertirás en un ser vengativo, deseoso del mal de los demás, y eso no es bueno, y mucho menos para una niña como tú... (26-27)
Pasamos a la época de posguerra con las “Cartas vírgenes”, narración que nos despierta las ganas de participar y animar a la protagonista, Amparo, para que sea capaz bien de rebelarse ante su madre, bien de abrir la carta.
Este personaje es uno de los que más debate nos han suscitado en la tertulia. Iba a decir que parece real, es real: responde a ese modelo de mujer sumisa hasta la propia anulación, junto a una madre todopoderosa y manipuladora hasta el agotamiento...
Le siguen a estas “Cartas vírgenes” un grupito de relatos: “Cartas de primavera, de verano, de otoño y de invierno”, que cerrarían la primera parte del libro.
Ya habréis intuido algunas razones para titular con las cuatro estaciones: las edades de los protagonistas, el paso del tiempo.
Con estas cartas se hace ya presente de modo definitivo la ciudad de Valencia, como marco espacio-temporal de estas historias que hemos agrupado en la primera de las dos partes del libro. Las estampas, los espacios, son perfectamente reconocibles: la Gran Vía, los Viveros, la playa de Nazaret, el barrio del ensanche, el Sanatorio Antituberculoso de la Malvarrosa, la avenida de Aragón,...
Así, pues, además de la progresión en el tiempo histórico de la guerra y la posguerra, poco a poco, vamos descubriendo otro nexo de unión, la ambientación espacial en la ciudad de Valencia.
Las “Cartas de primavera” nos retrotraen a los amores adolescentes, que, vistos treinta años después le hacen desear a la protagonista una mano de pintura que los reviva, como a las fachadas de los edificios.
En “Cartas de verano” hay una extraordinaria evocación de los veranos infantiles, con la que todos, aunque no seamos el narrador ni los hayamos vivido en esos lugares, nos identificamos:
Aquellas tardes de radio y ganchillo, de calor y gaseosa, con las persianas medio bajadas para mitigar la furia del sol y dejar pasar la brisa del mar que a veces se colaba hasta la Gran Vía… (55)
Luego recibiremos un chaparrón en las “Cartas de otoño”, que aúnan la descripción de nuestro tiempo, de hoy mismo, con una intemporal reflexión sobre la época de las hojas muertas de cada año y de cada persona. A pesar de que está ambientada en nuestros días, aparece la única carta de declaración de amor. No os la perdáis.
Las “Cartas de invierno” están protagonizadas por un viejo escritor en el que no quiero reconocer a nadie. No me resisto a leeros algo:
La memoria. Escuchad mi consejo. No guardéis ningún papel, ninguna carta de amor, ninguna fotografía. Si la única defensa contra el dolor es el olvido, como saben todos los que han perdido a un ser querido, ¿por qué empeñarnos en conservar una prueba de nuestra felicidad, un vestigio de la época en la que la rozamos, apenas durante unos segundos, la dicha? Creedme, la memoria, y todos sus apoyos, no sirven sino para regurgitar la hiel de la soledad, el dolor de la separación, el vacío de una vida sin otro objetivo que el de seguir viviendo. (83)
El segundo grupo de relatos del que hablábamos, está compuesto también por otras siete cartas, unidas a las siete primeras por la que hace de bisagra, “Cartas al óleo”, la de la portada. En este segundo grupo, se aúnan emoción, proximidad a través de la palabra y de la temática.
La vinculación espacial-Valencia-, y de las distintas etapas de la vida (infancia, adolescencia, madurez, vejez; cartas de primavera, verano, otoño, invierno) que aparecía en la primera parte, ese vínculo se ahonda ahora con el más inmediato de un tiempo y un espacio compartidos por el autor y los lectores.
Continúan el amor y el desamor, la soledad, las relaciones humanas, especialmente las de pareja.
Hallaremos un poco de todo esto, descrito con las palabras que creíamos conocer, pero que parece que sólo a Luis le obedecen para decir aquello que todos hemos sentido alguna vez.
Este segundo grupo de relatos se abre con las “Cartas intrusas”, que combinan magistral e inesperadamente los correos electrónicos con la novela caballeresca: Amadís, Oriana, Beltenebrós,... una delicia.
En principio, podríamos pensar que nada más lejano que los ordenadores y el amor cortés...
De nuevo, el poder del mensaje escrito para determinar nuestra vida: abrir o no abrir la carta. Una vez tomada la decisión, nada volverá a ser igual.
Estas cartas intrusas del correo electrónico, se relacionan con las “Cartas de profundidad”, porque ambas hablan de parejas: parejas rotas, pegadas, despegadas de nuevo,...
Las de profundidad lo son por varios motivos, no sólo por la sutileza vengativa, sino también por la real, pues estaban en el fondo de un secreter.
Qué vamos a decir nosotras de estas “Cartas de profundidad”, si nos las han dedicado tan amable y generosamente como Luis se ha comportado desde que llegó a nuestra Escuela, en general, y a la Tertulia literaria, en particular. Aunque ya es mayorcito, nosotras le adoptamos enseguida como escritor propio y próximo. Y esperamos que permanezca así mucho tiempo, sin necesidad de cartas de profundidad que le devuelvan adonde no ha dejado de estar.
Con el juego de “Cartas cruzadas” que no llegan o llegan tarde a su destino nos enfrentamos, de nuevo, a las relaciones de pareja. Aquí, no habrá lugar para pegar lo que se ha roto. Y esta vez no es porque “el amor se extingue, Julio, así de sencillo”, como escribe Sonia, la razón es mucho más poderosa.
Continúan unas “Cartas amarillentas” que, tal vez por el color, nos recuerdan a las “Cartas vírgenes” de aquella Amparo de posguerra, anulada por su madre y por sí misma, incapaz de abrir-vivir su destino.
En estas cartas amarillentas por el paso del tiempo, una bisnieta se remite a la desdichada historia de su bisabuela para no abrir su propia carta, para no vivir, al igual que hacía Amparo en la posguerra. Otra vez, presenciamos el dilema entre querer y poder abrir, o contestar, una carta: la vida y sus pequeñas, determinantes elecciones.
Estas “Cartas amarillentas”, junto con las vírgenes, pueden también relacionarse con las “Cartas de duelo” que escribe una hija al antiguo amor de su madre, tras la muerte de ésta. Porque hay familias, amores que pudieron ser y no son, actuaciones que no tienen vuelta atrás, matrimonios infelices de los que salen en los libros y, en este caso, casi casi amor constante más allá de la muerte, que diría Quevedo.
Luego aparecen las “Cartas robadas” por Damián Vinuesa, cartero descubierto y al descubierto, y las “Cartas Muertas” que cierran el volumen y le dan título, recordándonos inevitablemente a “Bartleby, el escribiente”, si deseáis saber por qué, no vais a tener más remedio que leerlas...